Había una vez una princesa encantada. Caminaba por los bosques de un reino mágico y oculto entre las nubes. Paseaba entre las hojas de otoño, juntaba flores de primavera y aguardaba el verano como si fuera un tesoro. Bajo rayos de luz sonreía iluminado el cielo entero. Aguardaba en silencio y pacientemente a su príncipe. El mismo que aparecía cuando el sol brillaba con más intensidad y el bosque parecía alegrarse. Cantaba el viento y el verdor ardía en pasión... Ella tenía magia en sus manos y luz en sus ojos. Su corazón tarareaba una canción interminable, una melodía colmada de dulzura y esperanza. Lo esperaría por siempre, a pesar de las tormentas. Aunque el cielo se vuelva negro y el bosque se desvanezca, ella confiaría en su amor eterno, él era perfecto, un ser diseñado y tallado por los Dioses. A su medida, su complemento. Lo que había soñado siempre...
Era un amor que se percibía con una mirada. Un amor casi utópico, ilógico pero maravilloso. Amor sabio e ingenioso. Un amor calmo y sereno, dulce y paciente. Un amor que las montañas no lograban ocultar, que el viento no podría desplazar y la luna jamás apagaría. Es un amor imposible pero eternamente verdadero. Un amor infinito, pero en realidad, un amor silencioso e invisible.
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